Años 60’, San Antonio. Tenía 14 años, y con mis amigos estábamos, como de costumbre, bajo nuestro poste de luz, cuando les conté que por fin había podido ir al cine. “¿Qué película viste?”, “Yo nunca he ido al cine”, “Yo tampoco”, “Cuéntala”. Y empecé a contarles. Al principio tranquilamente, pero luego, cuando tenía capturada su atención, el relato fue adquiriendo vida propia, y empecé a mover las manos, el cuerpo, imitando voces, banda sonora, cambiando de ritmo y volumen, para que pudieran ver a través de mí la película. Hubo risas, emociones, y al final un aplauso.
Al otro día uno me pasó unos billetes. “Ya, Carlos. Juntamos esta plata para ir al cine”. “Pero con eso no alcanzamos a ir todos”, le dije. “No, amigo. Vas a ir tú solo. Luego nos cuentas la película”. Y así fue como, sin darme cuenta, me convertí en un contador de películas. Fui Tarzán, mona Chita, fui Jane y Boy. Pero también fui James Dean, en su Rebelde sin causa, y fui Gigante.
Hoy mis nietas me preguntan: “Tata, ¿Y ahora te dan ganas de contar películas?”. “Cada vez que paso bajo un poste de luz”, les respondo.
Autor: Carlos
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